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Archive for the ‘Fragmentos de Vida’ Category

Te despiertas en el aeropuerto internacional de Air Harbor.

Cada vez que el avión se ladeaba en exceso al despegar o al aterrizar, rezaba para que nos estrellásemos. Momentos como éstos me curan el insomnio con narcolepsia, pues tal vez muramos irremediablemente, reducidos a hebras de tabaco humano prensadas contra el fuselaje.

Así conocí a Tyler Durden.
Te despiertas en el aeropuerto de O’Hare.
Te despiertas en el aeropuerto de La Guardia.
Te despiertas en el aeropuerto de Logan.

Tyler trabajaba de operador de cine a media jornada. Por su forma de ser, Tyler sólo podía hacer trabajos nocturnos. Si un operador llamaba diciendo que estaba enfermo, el sindicato reccuría a Tyler. Algunas personas son nocturnas; otras son diurnas.

Yo sólo puedo trabajar de día.
El seguro de vida te paga el triple si falleces en un viaje de trabajo. Rezaba para que hubiera turbulencias y viento de cola. Rezaba para que algún pelícano fuera succionado por las turbinas o para que el fuselaje tuviese algún perno suelto o se condensara hielo en las alas. Al despegar, mientras el avión recorría la pista y los alerones se levantaban, nuestros asientos se mantenían en posición vertical y las bandejas sujetas y el equipaje de mano metido en el compartimento superior; cuando ya habíamos apagado los cigarrilos y llegábamos al final de la pista de despegue, rezaba para que nos estrellásemos.

Te despiertas en el aeropuerto de Love Field.

Si el cine era antiguo, Tyler cambiaba las bobinas en la cabina de proyección. Para eso hay que contar con dos proyectores, uno de los cuales está en funcionamiento.

Lo sé porque Tyler lo sabe.

El siguiente rollo de película se coloca en el segundo proyector. La mayoría de películas constan de seis o siete pequeños rollos dispuestos en un orden determinado. En los cines modernos montan todos los rollos juntos y se obtiene otro que mide un metro y medio, con lo cual no hay que emplear dos proyectores ni hacer cambios de bobinas, ni ralentizar o acelerar el primer rollo, ni poner en marcha el segundo rollo en el otro proyector, ni poner en marcha el tercer rollo de nuevo en el primer proyector.

Conecta.

Te despiertas en el aeropuerto de SeaTac.

Estudio a las personas que aparecen en las instrucciones de emergia plastificadas que hay en el asiento. Una mujer flota en el océano; su cabello castaño se esparce hacia atrás y mantiene el cojín apretado contra el pecho. Tiene los ojos completamente abiertos, pero no sonríe ni frunce el ceño. En otra viñeta, los pasajeros, tranquilos como vacas sagradas, se estiran para coger las máscaras de oxígeno que cuelgan del techo impulsadas por un resorte.

Debe de tratarse de una emergia.

¡Oh!

Hemos perdido presión en la cabina.

¡Oh!

Te despiertas en el aeropuerto de Willow Run.

Cine antiguo, cine nuevo; para acarrear una película hasta el siguiente cine, Tyler tiene que volver a cortar la película en seis o siete rollos originales. Estos rollos de menor tamaño se guardan en un par de maletas hexagonales de acero. Cada maleta tiene un asa en la tapa. Levanta una y te dislocarás el hombro de lo que pesan.

Tyler trabajaba de camarero sirviendo mesas en los banquetes que organiza un hotel del centro de la ciudad; también trabaja de operador de cine para el sindicato de operadores. No sé cuánto tiempo trabajó Tyler durante todas aquellas noches en las que no podía dormir.

En los cines antiguos que proyectan películas con dos aparatos, el operador tiene que permanecer de pie para hacer el cambio de proyectores justo en el momento exacto, de manera que los espectadores no aprecien el corte cuando un carrete comienza y otro acaba. Hay que estar pendiente de los puntos blancos que aparecen en la parte derecha de la esquina superior de la pantalla. Son el aviso. Estáte atento a la película y verás dos puntos blancos cuando se va a acabar uno de los rollos.

En la jerga del oficio se les conoce como «quemaduras de cigarrillo».

El primer punto blanco te advierte que quedan dos minutos. Enciendes el segundo proyector para que gane velocidad.

El segundo punto blanco es el aviso de que quedan cinco segundos. ¡Qué emoción! Estás de pie entre los dos proyectores y la temperatura en la cabina te hace sudar, son las lámparas de xenón, que te dejarían ciego si las miraras directamente. El destello del primer punto blanco aparece en la pantalla. El sonido de las películas procede de un altavoz enorme situado tras la pantalla.

La cabina de proyección está insonorizada porque, de lo contrario, se oiría el chasquido de los dientes del engranaje que arrastra la película ante las lentes a una velocidad de ciento ochenta centímetros por segundo, diez fotogramas por cada treinta centímetros, sesenta fotogramas apresados por segundo, como el restallido de una ametralladora Gatling. Con los dos proyectores en marcha, te sitúas entre ellos y empuás las palancas de cada uno de los obturadores. Cuando los proyectores son realmente viejos, dispones de una alarma en el eje del carrete de alimentación.

Los puntos blancos de aviso siguen apareciendo incluso cuando echan la película por televisión. Lo mismo sucede con las películas que se ven en los aviones.

Dado que la mayor parte de la película se enrolla en la bobina receptora, ésta gira cada vez con mayor lentitud, lo cual obliga a la bobina de alimentación a girar más rápido. Cuando se va a acabar un rollo, la bobina de alimentación gira a tal velocidad que comienza a sonar una alarma para avisarte de que has de cambiarlo.

Hace calor en la oscuridad debido a las lámparas de los proyectores y suena la alarma. Mantéte de pie entre los dos proyectores con una palanca en cada mano y vigila la esquina superior de la pantalla. Aparece el destello del segundo punto blanco. Cuenta hasta cinco. Cierra uno de los obturadores y al mismo tiempo abre el otro.

El cambio está hecho.
La película continúa.
Ningún espectador tiene la menor idea de lo que ha ocurrido.

La alarma está en la bobina de alimentación para que el operador pueda echar una cabezada. Los operadores de cine hacen muchas cosas que no deberían hacer. No todos los proyectores tienen alarma. A veces te despiertas aterrorizado en la oscuridad de tu habitación creyendo que te has quedado dormido en la cabina y te has olvidado de cambiar los rollos. Los espectadores te insultan; has destruido la ilusión creada por la película y el gerente dará buena cuenta al sindicato.

Te despiertas en el aeropuerto de Krissy Field.

El encanto de viajar me acompaña a todas partes, a llevar una vida diminuta. En el hotel me dan una pastilla de jabón; un sobrecito de champú; una ración individual de mantequilla; una pequeña dosis de enjuague bucal, un cepillo de dientes de usar y tirar. Encógete en el asiento del avión. Eres un gigante. El problema es que tus hombros son demasiado anchos. Tus piernas, como las de Alicia en el País de las Maravillas, se vuelven de repente tan largas que tocas con ellas los pies del pasajero que tienes delante. Llega la cena: un kit en miniatura de pollo cordon bleu como los de «hágalo usted mismo», una especie de rompecabezas para mantenerme entretenido.

El piloto ha encendido el aviso de que permanezcamos con el cinturón de seguridad puesto, y oímos por megafonía «les rogamos se mantengan sentados».

Te despiertas en el aeropuerto de Meigs Field.

A veces, Tyler se despierta en la oscuridad, agitado por el temor a haberse olvidado de cambiar los rollos o pensando que la película se ha roto o que se ha quedado tan adherida al proyector que los dientes del engranaje están taladrando la cinta de la banda sonora.

Cuando los dientes del engranaje perforan una película, la luz de la lámpara atraviesa la banda sonora y, en vez de oír hablar a los personajes, te quedas sordo oyendo el bup, bup, bup de las hélices de un helicóptero cada vez que el haz de luz se filtra por los agujeros de arrastre.

Qué otras cosas no debería hacer un operador de cine: Tyler saca diapositivas con los mejores fotogramas de las películas. Seguro que en la primera película que recuerdas con tomas frontales integrales aparecía desnuda la actriz Angie Dickinson.

Antes de que se hubiera llevado la copia desde los cines de la Costa Oeste a los de la Costa Este, la escena del desnudo había desaparecido. Un operador cortó un fotograma, otro operador cortó otro fotograma. Todos querían tener una diapositiva de Angie Dickinson desnuda. Cuando el porno se abrió paso en los cines, algunos de estos operadores lograron reunir colecciones de proporciones épicas.

Te despiertas en el aeropuerto de Boeing Field.
Te despiertas en el aeropuerto de Los Ángeles.

Esta noche el avión está casi vacío, así que pliega sin reparos el reposabrazos y túmbate. Te estiras en zigzag, con las rodillas dobladas, la cintura doblada y los codos doblados ocupando tres o cuatro asientos. Adelanto el reloj dos horas o lo retraso tres según el huso horario del Pacífico, el de las Montañas Rocosas, el central o el Del Este; pierdes una hora, ganas una hora.

Así es tu vida y se consume minuto a minuto.
Te despiertas en el aeropuerto de Cleveland Hopkins.
Te despiertas, otra vez, en el aeropuerto de SeaTac.

Eres operador de cine y estás cansado y enfadado; pero sobretodo, estás aburrido y empiezas quitándole a otor operador un fotograma pornográfico que encontraste en un escondrijo de la cabina y montas en otra perlícula el fotograma de un pene rojo y amenazador o el primer plano de una vagina húmeda y entreabierta.

Es una de esas películas de aventuras con mascotas en las que el perro y el gato se quedan atrás mientras la familia se va de viaje, y tienen que encontrar el camino de vuelta a casa. En el tercer rollo, justo después de que el perro y el gato, que hablan entre sí como personas, hayan comido en un cubo de basura, aparece por un instante un pene en erección.

Tyler hace esto.

Un fotograma de una película equivale en la pantalla a una sexta parte de un segundo. Divide un segundo en seis partes iguales y sabrás lo que dura la imagen de la erección. Un pene rojo, lúbrico y terrible se eleva cuatro pisos por encima de los espectadores, que comen palomitas, y nadie lo ve.

Te despiertas de nuevo en el aeropuerto de Logan.

Ésta es una forma espantosa de viajar. Asisto a reuniones a las que mi jefe no quiere ir. Tomo notas. Vuelvo otra vez contigo.

Dondequiera que vaya, allí estaré para aplicar la fórmula. Mantendré el secreto.
Es sólo cuestión de aritmética.
Es un problema con argumento.
Si uno de los coches nuevos fabricados por la compañía sale de Chicago en dirección oeste a cien kilómetros por hora y se bloquea el diferencial trasero y el coche se estrella y arde con todos sus ocupantes atrapados en el interior, ¿retirará la compañía los coches?

Toma el número de vehículos en carretera (A) y multiplícalo por el índice de probabilidad de que tenga una avería (B); luego multiplica el resultado por el coste medio de un acuerdo amistoso (C).

A por B por C igual a X. Esto es lo que costará retirar los coches.
Si X supera el coste de retirados, los retiramos y nadie sufre daño alguno.
Si X es inferior al coste de retirarlos, no los retiramos.

Dondequiera que voy, siempre encuentro la carrocería de un coche quemada y arrugada como un fajo de billetes. Sé dónde están enterrados todos los cadáveres. Considéralo mi garantía para conservar el trabajo.

Hora de llegar al hotel y comida en el restaurante. Dondequiera que voy, desde el aeropuerto de Logan hasta el de Krissy o el de Willow Run, entablo amistades fugaces con las personas que se sientan a mi lado.

Le explico al amigo de un día sentado a mi lado que soy coordinador de compañías que retiran coches, pero que estoy intentando labrarme una carrera fregando platos.

Te despiertas de nuevo en el aeropuerto de O’Hare.

Después de aquello, Tyler insertaba en todas las películas el fotograma de un pene. Por lo general, eran primeros planos: una vagina del tamaño del Gran Cañón (con eco incluido) o un pene de cuatro pisos de altura, que se estremecía con el pulso de la tensión arterial mientras la gente veía cómo bailaba Cenicienta con el Príncipe Azul. Nadie se quejaba. El público seguía comiendo y bebiendo, pero la función ya no era la misma. La gente sentía náuseas o empezaba a llorar sin saber por qué. Sólo un colibrí habría podido pillar a Tyler con las manos en la masa.

Te despiertas en el aeropuerto JFK.

Al aterrizar, soy un neumático que se forma y se hincha cuando una rueda choca con un golpe sordo contra la pista de aterrizaje y el avión se inclina hacia un lado y se debate por un instante entre enderezarse o volcar. Durante ese instante nada importa. Mira a las estrellas y habrás desaparecido. Nada importa. Ni tu equipaje ni tu mal aliento. Por las ventanillas se ve la oscuridad del exterior y se oye detrás el rugido de las turbinas. Si la cabina se inclina y adopta un ángulo imporpio con las turbinas en marcha, nunca más tendrás que presentar otra demanda de indemnización. Necesitas un recibo para reclamar objetos cuyo valor supere los veinticinco dólares. Nunca más tendrás que cortarte el pelo.

Otra sacudida y la segunda rueda choca contra el aslfalto. Se oye el ruido que hacen las hebillas de cien cinturones de seguridad al abrirse y el amigo de un día que se sienta a tu lado, y con el que has estado a punto de morir, te dice:

– Espero que consiga encauzar esa carrera.
– Si; yo también.

Y éste es el tiempo que ha durado todo. Y la vida continúa.
Y, no sé cómo, Tyler y yo nos conocidos, por casualidad.

Te despiertas en el aeropuerto de Los Ángeles.
Otra vez.

Mi amistad con Tyler nació porque fui a una playa nudista. Fue a finales de verano, mientras dormía. Tyler estaba desnudo y sudaba, rebozado en arena, con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara.
Tyler llevaba ya mucho tiempo por aquí antes de que nos conociéramos.

Tyler sacaba del agua los troncos que iban a la deriva y los arrastraba playa adentro. Ya había clavado varios troncos en la arena húmeda, con varios centímetros de separación y formando un semicírculo que se levantaba hasta la altura de los ojos. En total había cuatro troncos, y al despertarme observé cómo Tyler arrastraba un quinto tronco playa adentro. Tyler excavó un agujero junto a un extremo del tronco, levantó la parte superior y el tronco se deslizó en el agujero, y quedó de pie adoptando un ligero ángulo.

Te despiertas en la playa.

Éramos las únicas personas había en la playa.

Con un palo Tyler trazó en la arena una línea recta a varios metros de distancia. Volvió a enderezar el tronco y apelmazó a pisotones la arena alrededor de la base.

Fue el único que presenció la escena.
Tyler me pidió que me acercase y me preguntó:

– ¿Sabes qué hora es?
Yo siempre llevo reloj.
– ¿Sabes qué hora es?
Le pregunté: «¿Dónde?».
– Aquí y ahora – me dijo Tyler.
Eran las cuatro y seis minutos de la tarde.

Al cabo de un rato Tyler se sentó a la sombra de los troncos enhiestos con las piernas cruzadas. Tyler permaneció sentado unos minutos, se levantó y se dio un baño, se puso una camiseta y unos pantalones elásticos y se dispuso a marcharse. Tenía que preguntárselo.

Tenia que saber qué había estado haciendo Tyler mientras yo dormía.

Si me despertara en un lugar distinto, en un momento diferente, ¿lograría despertarme siendo otra persona?

Le pregunté a Tyler si era artista.

Tyler se encogió de hombros y me indicó que los cinco troncos eran más anchos por la base. Tyler me mostró la línea que había trazado en la arena y la forma en que había calculado con ella la sombra proyectada por cada tronco.

A veces te despiertas y tienes que preguntarte dónde estás.

Lo que Tyler había creado era la sombra de una mano gigantesca. Sólo que ahora sus dedos eran tan largos como los de Nosferatu y el pulgar era demasiado corto, aunque me dijo que a las cuatro y media exactamente, la mano sería perfecta. La sombra gigante de la mano era perfecta durante un minuto y durante un minuto perfecto Tyler había estado sentado sobre la palma de esa perfección creada por él.

Te despiertas y no estás en ningún sitio.

Un minuto era suficiente, dijo Tyler; hay que trabajar duro para lograrlo, pero por un minuto de perfección valía la pena el esfuerzo. Lo máximo que podías esperar de la perfección era un instante.

Te despiertas y basta.

Se llamaba Tyler Durden y trabajaba de operador de cine para el sindicato; también era camarero de banquetes en un hotel céntrico, y me dio su número de teléfono.

Así nos conocimos.

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El Relato de la Abadesa.

El 4 de abril del año 782, en el palacio oriental de Aquisgrán, tuvo lugar una fiesta magnífica para celebrar el cuadragésimo cumpleaños del gran Carlomagno. El rey había invitado a todos los nobles del imperio. El patio central, con su cúpula de mosaico, escaleras circulares y balcones, estaba repleto de palmeras traídas de tierras lejanas y festoneado con guirnaldas de flores. En los grandes salones, entre lámparas de oro y plata, sonaban arpas y laúdes. Los cortesanos, engalanados de púrpura, carmesí y dorado, se movían en un país de ensueño, habitado por malabaristas, bufones y titiriteros. En los patios había osos salvajes, leones y jirafas y jaulas con palomas. Durante las semanas que precedieron al cumpleaños del rey había reinado un gran júbilo.

El apogeo de la fiesta tuvo lugar el mismo día del cumpleaños. Por la mañana el monarca llegó al patio principal en compañía de sus dieciocho hijos, la reina y sus cortesanos predilectos. Carlomagno era sumamente alto y poseía la delgadez garbosa del jinete y el nadador. Tenía la piel atezada y la caballera y el bigote veteados de rubio a causa del sol. Todo en él indicaba que era el guerrero y gobernante del mayor reino del mundo. Vestido con una sencilla túnica de lana y una ceñida capa de marta, y portando la espada de la que jamás se separaba, atravesó el patio saludando a sus súbditos e invitándolos a compartir los refrescos que profusamente se ofrecían en las tablas chirriantes del salón.

El rey había preparado una sorpresa. Maestro de la estrategia bélica, sentía una especial predilección por cierto juego. Se trataba del ajedrez, conocido también como juego de guerra o juego de los reyes. En este su cuadragésimo cumpleaños Carlomagno pretendía enfrentarse al mejor ajedrecista del reino, el soldado conocido como Garin el Franco.
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Prólogo

Museo del Louvre, París (10.46 pm)

Jacques Saunière, el renombrado conservador, avanzaba tambaleándose bajo la bóveda de la Gran Galería del Museo. Arremetió contra la primera pintura que vio, un Caravaggio. Agarrando el marco dorado, aquel hombre de setenta y seis años tiró de la obra de arte hasta que la arrancó de la pared y se desplomó, cayendo boca arriba con el lienzo encima.

Tal como había previsto, cerca se oyó el chasquido de una reja de hierro que, al cerrarse, bloqueaba el acceso a la sala. El suelo de madera tembló. Lejos, se disparó una alarma.

El conservador se quedó ahí tendido un momento, jadeando, evaluando la situación. “Todavía estoy vivo”. Se dio la veulta, se desembarazó del lienzo y buscó con la mirada algún sitio donde esconderse en aquel espacio cavernoso.

– No se mueva – dijo una voz muy cerca de él.

A gatas, el conservador se quedó inmóvil y volvió despacio la cabeza. A sólo cinco metros de donde se encontraba, del otro lado de la reja, la imponente figura de su atacante le miraba por entre los barrotes. Era alto y corpulento, con la piel muy pálida, fantasmagórica, y el pelo blanco y escaso. Los iris de los ojos eran rosas y las pupilas, de un rojo oscuro. El albino se sacó una pistola del abrigo y le apuntó con ella entre dos barrotes.
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Prólogo.

El físico Leonardo Vetra olió a carne quemada, y comprendió que era la suya. Miró horrorizado a la figura osucra que le amenazaba.

– ¿Qué quieres?
La chiave – contestó la voz rasposa -. El santo y seña.
– Pero yo no… – El intruso hundió un poco más el objeto al rojo vivo en el pecho de Vetra. Se oyó el siseo de la carne al arder.
Vetra lanzó un grito de dolor.
– ¡No hay santo y seña!
Sintió que se sumía en la inconsciencia.
La figura le fulminó con la mirada.
Ne avevo paura. Me lo temía.

Vetra se esforzó por no perder el conocimiento, pero la oscuridad se estaba cerrando sobre él. Su único consuelo consistía en saber que su agresor nunca obtendría lo que había venido a buscar. Sin embargo, un momento después, la figura extrajo un cuchillo y lo acercó a la cara de Vetra. La hoja osciló. Con cautela. Como un escalpelo.

¡Por el amor de Dios! – chilló Vetra.
Pero ya era demasiado tarde.
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Las aleaciones producidas por los primitivos fundidores… se hacían mediante el calentamiento de mineral de hierro y carbón vegetal en una forja u horno en el que se impelía aire con gran fuerza. Sometido a este tratamiento, el mineral quedaba reducido a un caldo de metal de hierro lleno de una escoria compuesta por impurezas metálicas y ceniza de carbón. Esta mesa de hierro se sacaba del horno aún incandescente y se la golpeaba con pesados machos a fin de extraer la escoria y soldar y consolidar el hierro… De vez en cuando esta tétnica de fabricación de hierro producía, por casualidad, un acero puro…

Libro 1

«El alma de un mago se forja en el crisol de la magia»
Antimodes, de los Túnicas Blancas.
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6

Debilidades y Fortalezas.

Sun Tzu dijo:

  1. Generalmente, aquel que ocupa el campo de batalla primero y espera a su enemigo, está descansado; aquel que llega más tarde a la escena y se precipita al combate, está fatigado.
  2. Y por eso lo que son diestros en la guerra llevan al enemigo hasta el campo de batalla y no son llevados allí por él.
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Capítulo 1.

Fue entonces cuando vi el Péndulo.
La esfera, móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía, aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número Pi que, irracional para las mentes sublunares, por divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y otro polo era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de Pi, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.
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Prólogo

1123

Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.
Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela desde las covachuelas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente, como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura, y sus huellas fueron las primeras en macular su perfecta superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largoo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde la horca permanecía a la espera.
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4
Lo que vieron por la ventana.

Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. Había niños pequeños y niños mayores, pero también padres y abuelos. Quizá también algunos tíos. Y unas cuantas personas de las que viven en las calles y que parecen no tener familia.

– ¿Quiénes son? – preguntó Gretel, tan boquiabierta como solía quedarse su hermano últimamente -. ¿Qué clase de sitio es ése?
– No estoy seguro – dijo Bruno, sin faltar a la verdad -. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí lo sé.
– ¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las abuelas?
– A lo mejor viven en otra zona.
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Se llama Jarrod Thornton. Su cabello es de un rubio rojizo y le cae sobre los hombros; tiene la piel fresca y sana y unos ojos de un verde intenso, como esmeraldas. Pero no son ellos los responsables de que no pueda quitarle la vista de encima. Hay algo más, algo casi perturbador, y ese «algo» es lo que me tiene cautivada. Esta incómodo. Se encuentra de pie ante una clase de veintisiete quinceañeros, sin saber que hacer con las manos o a dónde mirar con esos ojos tan particulares, y mientras su mirada recorre la pared del fondo del laboratorio con nerviosismo, compruebo que unos sorprendentes círculos azules rodean los verdes iris que se han paseado por encima de todos nosotros sin fijarse en nadie en concreto. Colgada de un hombro levemente inclinada, lleva una mochila negra que tiene el aspecto de haber dado más de una vuelta al mundo. Apoya su peso alternativamente en una pierna y otra, y va vestido con el uniforme de rigor: pantalón gris. camisa blanca y una corbata roja a rayas. Pero nada tiene la pinta de ser nuevo.
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Ignatius abrió El diario de un chico trabajador por la primera página intacta del cuaderno, pulsando de modo muy profesional el botón del bolígrafo. Pero el bolígrafo Levy Pants falló al primer intento y la punta volvió a perderse en el interior del cilindro de plástico. Ignatius presionó con más vigor, pero la punta se deslizó de nuevo díscolamente y desapareció. Tras romper furioso el boligrafo en el borde de la mesa, Ignatius cogió uno de los lápices de Numismática Venus que había en el suelo. Sondeó el cerumen de los oídos con el lápiz, y empezó a concentrarse, oyendo los rumores de los preparativos de su madre para una velada en la bolera. Le llegaban ruidos entrecortados de pisadas del baño que significaban, como él ya sabía, que su madre intentaba completar simultáneamente varias fases de su arreglo. Luego, llegaron ruidos a los que había ido acostumbrándose con los años, ruidos que se producían siempre que su madre se preparaba para salir de casa. El batacazo del cepillo del pelo al caer en el lavabo, el ruido de una caja de polvos al dar contra el suelo, las súbitas exclamaciones de confusión y caos.

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Las abejas de la Muerte son grandes y negras, zumban en tono grave y sombrío, guardan la miel en panales de cera tan blanca como la de los cirios de iglesia. Su miel es negra, como la noche, espesa como el pescado y dulce como la melaza.
Es bien sabido que la suma de ocho colores da el blanco.
Pero también están los ocho colores de la negrura, para aquellos a quienes les es dado verlos, y las colmenas de la Muerte se encuentran entre la hierba negra del huerto negro que hay bajo las ramas vetustas y llenas de flores negras de unos árboles que con el tiempo producirán unas manzanas que digamos que… probablemente no serán rojas.
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Mirar la luna significa tener un secreto. El secreto de la luna era mi madre.
La luna tiene sexo, tiene rostro, tiene historia. La luna es el espejo del amor. Nadie escapa a su disfraz nocturno. Yo, cuando duermo, amo. El amor es noctámbulo, ¿lo sabías?
La luna cambia la cara del cielo. Nacemos con ella. Somos su pavana más querida.
Cuando mi madre murió, todo estaba negro. Salvo la luna. Eso me dijeron, o creí pensar. Por aquel entonces, yo apenas hablaba. Dormía casi todo el tiempo. No pude verla.
La luna era mi madre. No la recuerdo pero está conmigo.
La había perdido al nacer y la había perdido al vivir.
Cuando yo estaba obsesionada por la muerte, allí estaba ella, parada en lo alto, agitando su corazón mientras escribía a su amado una larga carta.
Mi padre leía las cartas que mi madre luna le escribía desde su silencio:
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